
Por Rafael Alfaro Izarraraz
Está claro que el máximo tribunal del país, que preside Norma Piña, no tiene facultades para modificar el curso que ha tomado el mandato popular expresado por el pueblo durante las elecciones presidenciales del pasado mes de junio: ya no quieren al Poder Judicial tal y como está constituido, ya no quiere a los jueces, magistrados y ministros que ahora operan en el Poder Judicial. Ya no quiere a Norma Piña, Javier Laynez, Luis González, Ana María Ríos Fajart, entre otros. El pueblo no los quiere. Pero, lejos de entender y comprender el mandato del pueblo, se aferran a detener el proceso que modificará la situación actual de la SCJN.
Entonces, si no tiene facultades la SCJN para modificar la constitución, que establece la reforma aprobada hace apenas unos días que los jueces, magistrados y ministros deben ser elegidos por voto popular y directo, entonces, ¿por qué insisten? ¿Qué pretenden? Veamos. Saben perfectamente que su desacato no tiene fundamento legal, pero insisten; saben que no existe poder que pueda detener la reforma del PJ, pero insisten; saben que el pueblo está en contra de su proceder histórico y reciente como poder, pero insisten; saben que los poderes Ejecutivo y Legislativo está en contra de sus acciones y las condenan, pero insisten.
Tienen a su favor algo a lo que no pueden renunciar porque forman parte orgánica de esa corporación social y que los obliga a contender por algo que es imposible alcanzar: son parte de la élite corrupta que en las últimas décadas mandó en México y que tuvo y ha tenido históricamente hablando Poder Judicial a su servicio, protegiendo sus intereses. A esta corporación con tintes ideológicos a la que pertenece los propietarios de Televisión Azteca, Televisa (Salinas y Azcárraga, respectivamente), empresarios del tipo de Claudio X. González, Antonio Fernández, el propietario de los Oxxo y del club deportivo Monterrey, Germán Larrea (Grupo México), entre otros.
Esta élite que perdió el control de aparato de Estado y gubernamental, no está contenta y sabe que el PJ es uno de los reductos del poder que les queda, aunque no es el último. No es Piña, una abogada que, por lo visto de su gestión, no tiene el mayor mérito que el pertenecer a esta élite que la encumbró y llevó a la presidencia del PJ. Por más que en las redes difunda su currículo académico con altas calificaciones y grados, “el hábito no hace al Monje”, es una profesionista por debajo de la mediocridad. Durante su gestión se ha dedicado a servir a los intereses de la élite corrupta y a los narcotraficantes, permitiendo el retiro de fondos depositados en bancos a nombre García Luna.
La SCJN no busca nada como institución, porque no tiene nada que defender ni podrá a pesar de sus actuales integrantes, el fondo es que los grupos de poder de la élite corrupta que está detrás de la SCJN tienen una ruta: mantener una llama de desestabilización del proyecto de la 4t. Se trata, como diría el ex presidente Obrador, de una élite que debe valorarse en el contexto latinoamericano y caribeño. Las élites de esta subregión son élites distintas a las europeas en cuanto a su origen. Aquí se trata de élites cuyo poder económico no tiene su origen en la producción como ocurrió en Europa, acá se trata de una riqueza que proviene de la corrupción, de mantener vínculos y tratos con el poder del Estado.
Con el tiempo, estas élites poco a poco lograron algo impensable en décadas pasadas: penetrar los espacios de poder antes ocupados por los grupos políticos que encabezaron y guiaron los resultados que se desprendieron de la Revolución Mexicana. Empezaron, dice Roderic Al Camp, por dejar de ir a las universidades públicas para estudiar en universidades particulares impulsadas por estos mismos grupos como el Tecnológico de Monterrey, el ITAM, pero sobre todo fueron a estudiar a universidades del extranjero en donde se han educado algunos de sus cuadros. Con la llegada del modelo neoliberal alcanzaron espacios dentro del aparato administrativo del Estado y gubernamental.
Allá aprendieron dos cosas: uno, descifrar la vida nacional en clave ideológica empresarial. Las consecuencias fueron fatídicas para el pueblo. Durante 36 años se olvidaron de él, priorizando sus intereses. Hábiles como Claudio X. González (apoyado por organismos estadounidenses incrustados en el Congreso de EU) quien, con una mano, creó organismos civiles y de comunicación para presionar cada deficiencia administrativa gubernamental que él mismo alentaba: la corrupción. Con la otra mano, expedía cheques para cobrar su poder, mientras gestionaba beneficios para las empresas que maneja conjuntamente con su padre. Tuvieron de su lado a los medios de comunicación tradicionales y del Estado (incrustaron intelectuales orgánicos en los programas de canal 11) desde donde se le trataba de endulzar los oídos al pueblo mexicano.
Dice María del Carmen Pardo:
“las élites dejaron de preocuparse por el grave problema de la desigualdad en México, problema que, precisamente por haberse olvidado, está presente en muchos de los acontecimientos que ha vivido el país en los últimos meses y que presiona hacia la búsqueda de soluciones mejores y más comprometidas a las imaginadas hasta hoy. El autor atribuye este olvido a tres factores: el primero es la escasa representación de personas de estatus humilde en los grupos de élite; el segundo es que generaciones de jóvenes que jamás tuvieron contacto con la pobreza obtuvieron perspectivas teóricas sobre el desarrollo económico de entornos muy distintos al mexicano, concretamente el estadounidense, en el que el problema de la desigualdad jamás alcanzará los niveles que presenta en un país como México, y el tercero es que el grupo de tecnócratas que llegó al poder, sobre todo durante el sexenio del presidente Carlos Salinas, pareció copar todos los espacios de acción pública y alejó a otros actores de la posibilidad de influir y tomar decisiones”